Aquel día conseguiste hacerme llorar. Llorar de verdad. Con
esa sensación de desgarro cruel y el vacío intenso imposible de llenar. Con ese
aturdimiento del que no acepta lo que le está pasando y prefiere transportarse
a otra realidad en su cabeza, donde nada te hace daño. Con esa desesperación de
intentar agarrarte a cualquier saliente de la pared pero seguir cayendo
irremediablemente. Con ese miedo de dar un solo paso adelante, porque se te han
cegado los ojos y no sabes lo que vas a encontrar. Con esa tristeza eterna que
se agarra a la boca de tu estómago y no deja pasar ni el aire.
Nunca más escucharé la melodía de tu risa, la cadencia de tu
voz ni tus pasos rozando el camino que te dirige a mis brazos. Nunca más la luz
dibujará tu silueta recortada tras los ventanales, realzando tu perfil
majestuoso e irisando tus ojos. Ya no sentiré escalofríos con el tacto de tu
piel ni me colmarás de caricias. Olvidaré tu ternura al mirarme, al hablarme.
No nos fundiremos en abrazos interminables. Ya no seremos uno.
Aquel día decidiste salir para no volver. Por tu bien y por
el mío.
Aquel día moriste.
Y yo morí contigo.