Hoy hace diez
años que comenzó el día como uno más... para terminar siendo uno que habría
preferido no tener que recordar nunca. Porque, lo quiera o no, mi mente
mantiene vivo cada uno de los momentos que se sucedieron aquel día, y la piel
de gallina, y el bloqueo, y los rostros, y el dolor. Y lo mantiene todo vivo
como si fuera hoy. 
Acudía a trabajar
como cada mañana, el primer trayecto en metro. Cuando bajaba del tren en la
estación de Plaza de Castilla, alrededor de las ocho de la mañana, los paneles
informaban de la interrupción del servicio en la estación de Atocha Renfe. Nada
particular.
  
Pero ya sentí que
algo no iba bien cuando, al acceder a la superficie para dirigirme al (antiguo)
intercambiador de autobuses, observé un gran número de personas hablando por
teléfono. No es corriente, o al menos no lo era hace diez años, estar hablando por
teléfono a las ocho de la mañana. Y lo hacía bastante gente, mucha más de lo
habitual. Sólo me llegaban retales de las conversaciones, nada inteligible,
mientras me acercaba a mi parada. Enseguida salí de dudas. Un miembro del
personal de la empresa de transportes, de esos que controlaban los accesos por
la puerta de atrás, nos dijo (recuerdo sus palabras textualmente): “daos prisa
que ha habido un atentado en el metro y parece que hay muertos… a lo mejor
cortan las salidas de Madrid”.
  
No podía creerlo.
Automáticamente volvió a mi mente el panel informativo del metro “interrumpido
el servicio en Atocha Renfe”. No han podido atreverse, no puede ser verdad… .
Las noticias eran muy confusas y la gente hacía preguntas al personal del
intercambiador. No existían los smartphones por entonces, ni siquiera tenía
teléfono móvil todo el mundo… .
  
Teléfono móvil.
Previendo un posible colapso de la red (y no me equivoqué), mandé un mensaje a
mi familia con las siguientes palabras: “Ha habido atentado en el metro, estoy
bien, ya en el bus.”. Durante el trayecto hacia Alcobendas conseguí hablar con
una de mis hermanas, que iba escuchando la radio en el coche. Todo era confuso
pero parecía que no había sido en el metro, sino en la estación de tren, en la
zona de los hangares. Pensé que las víctimas serían trabajadores de Renfe… no
tenía sentido… . Ya se preveía una masacre, pero nada remotamente cerca de las
terribles dimensiones que tuvo finalmente.
  
A partir de ese
momento las líneas telefónicas se colapsaron y no tuve el teléfono operativo
hasta bien entrada la mañana. Tuve al menos media hora de trayecto en autobús
en la que pararme a reflexionar y tratar de organizar mis sensaciones; mi
cabeza era un torbellino de pensamientos y emociones. Qué difícil resulta saber
qué debes pensar y qué debes sentir cuando no sabes lo que ha ocurrido aún; la
falta de información es desesperante.
A partir de ahí, el caos. El caos en las carreteras, el caos
en los hospitales, el caos en los medios de comunicación. Llegué a la oficina,
todo el mundo hablaba de ello… aunque sorprendentemente algunxs trataban de
continuar con la jornada laboral con normalidad. Imposible concentrarse.
  
En un momento de la mañana recibí un mensaje de otra de mis
hermanas. Había leído el que le había mandado yo a primera hora pero había
seguido con su rutina en casa: desayunos, niños al cole, etc. Hoy parece
extraño, pero hubo un tiempo en el que despertarse con la noticia de un
atentado era relativamente habitual. No es que no afectara, no es que no le
dieras importancia -todo lo contrario-, simplemente formaba parte de tu vida
cotidiana… cada pocas semanas, cada pocos meses. Así que cuando encontró un
rato para poner la televisión y enterarse bien de lo que había sucedido ya
habían transcurrido algunas horas, y los medios de comunicación habían llegado
ya a los lugares del suceso. Se emitían imágenes sin filtro, en directo. Y lo
que vio le dejó en estado de shock: un hospital de campaña lleno de personas
ensangrentadas, cuerpos, gente vagando sin rumbo, miradas perdidas, personal
sanitario al límite… . La llamé desde la oficina y lloraba sin cesar… “no te
puedes imaginar lo que estoy viendo… parece una guerra… esto es horrible…”.
Estaba desconsolada.
  
Y comienza el terrible recuento. Me acuerdo bien de los
titulares que comenzaban con 7 víctimas mortales… que luego eran 11… y un rato
después 15…; en una hora y media llegábamos a las 36, 42… y dejé de
consultarlo. Hacía ya rato que se sabía el número de bombas y el lugar exacto
de las explosiones. Y hacía ya rato que yo había entrado en un estado de
confusión del que me costó mucho tiempo salir.
El resto del día transcurrió entre llamadas, correos,
mensajes de personas preguntando si me encontraba bien, si mi familia y mis
amigxs estaban bien, imágenes de dolor, sentimientos encontrados, sonidos de
ambulancias llevando cuerpos a la improvisada morgue de IFEMA... pero ni una
sola lágrima. Me encontraba emocionalmente inerte. Era la primera vez en mi
vida que me ocurría algo semejante.
Y entonces me percaté de que no era la única a la que le
pasaba. A partir del día siguiente observé algo difícil de explicar pero que
aún hoy me pone los pelos de punta sólo de recordarlo: Madrid se había quedado
mudo. No se oían conversaciones en el metro, ni risas, ni discusiones. En la
calle tampoco. Me pareció incluso como si los coches se hubieran unido al duelo
y quisieran hacer menos ruido… . Las personas se miraban a los ojos con
tristeza, como intentando encontrar una respuesta en los ojos del otro, supongo
que tratando de sentir algo de consuelo. Los movimientos eran lentos, sin
prisa, sin ganas de ir a ninguna parte, como con la certeza de que llegar no
iba a cambiar nada, o con la sensación de no querer (o no poder) seguir
adelante. Era un silencio devastador que me rompía el corazón. Esa ciudad
siempre tan viva, esa gente tan dinámica… parecía ahora sumida en un espeso
sueño, de esos en los que sientes que tu cuerpo pesa terriblemente y no puedes
más que arrastrarlo con dificultad. Juraría que los colores iban desapareciendo
y la ciudad se llenaba de las diversas tonalidades de gris, y el cielo plomizo
caía aplastándonos. Durante los días siguientes al atentado Madrid murió. Le
habían herido de muerte en el alma.
Y así pasaban los días y yo no conseguía derramar ninguna
lágrima. Ni siquiera durante la multitudinaria manifestación (la más grande que
yo recuerdo sin duda) que recorrió las calles para mostrar su repulsa. La
incredulidad y la pena habían hecho costra y no tenía manera de romperla.
Estaba bloqueada. Tuvo que pasar una semana completa para que tuviera el valor
de acercarme a Atocha, a aquel inmenso altar improvisado que lxs viajerxs
habían construido para tratar de mitigar su dolor compartiéndolo con lxs demás.
Cogí una vela y fui. Sola. Había visto las imágenes, pero lo que me encontré
superaba enormemente mis expectativas. Había infinidad de velas, de notas de
despedida y de amor, de mensajes, de fotografías de las personas que ya no
estaban… . Se podía respirar el dolor, penetraba hasta lo más profundo de los
pulmones y se comía el oxígeno. Ocupaba todo el espacio. Se podía oler la
angustia, tenía olor a cera y a flores. Se podía beber la desesperación en las
lágrimas derramadas por tantas personas en ese mismo lugar. Se podía palpar la
tristeza sin necesidad de tocar a la persona que estaba a tu lado, porque eras
capaz de sentir su corazón latiendo lento y costoso.
Y por fin ocurrió… rompí a llorar. Lloré por todos los días
anteriores de muerte emocional. Lloré con todxs lxs que lloraban a mi lado.
Lloré por los rostros de esas fotos y por las personas que había detrás de cada
flor y cada mensaje. Lloré con miedo, con rabia, con desesperación y con calma.
Lloré sola y lloré acompañada. Lloré con la esperanza de cerrar mi herida.
Lloré y lloré y pensaba que no podría parar jamás.
Y lo cierto es que, aunque las lágrimas dejaron de brotar en
algún momento, nunca desde entonces he dejado de llorar… porque mi herida aún
no se ha cerrado. Y es que a mí, como a Madrid, me hirieron de muerte en el
alma.
  
A la ciudad de Madrid.
  
Valladolid, 11 de marzo de 2014