miércoles, 31 de diciembre de 2014

Año nuevo, vida nueva

Cualquiera que me conoce bien sabe que la navidad no me gusta. Pero nada de nada. No tengo nada particular en su contra ni mucho menos en contra de las personas que sí la disfrutan, pero no puedo evitarlo. Me pone muy triste. Desde que oigo la primera mención a la navidad allá por octubre-noviembre y empiezo a ver la decoración en los escaparates se me pone un nudo en la garganta y solo deseo que pasen estas fechas pronto.

Pero ocurre que justo en medio de estas "entrañables" fiestas se encuentra uno de los momentos mágicos de la vida... el cambio de año. Me encanta cambiar de año. Me emociona, me llena de energía, me eleva, me alivia. Me gusta pensar que pasar de un año a otro es una nueva oportunidad que nos da la vida para mejorar. Para cerrar páginas y abrir otras nuevas. Para alejar las malas vibraciones (que pueden tomar la forma de alimentos, personas, hábitos, trabajo, creencias...) y atraer las buenas. Me siento enormemente afortunada de poder hacer este ejercicio tan sano cada 12 meses (y es que la vida, que es muy generosa, nos da muuuuchas oportunidades) y lo hago siempre con muchísima ilusión. Miro hacia atrás (solo un rato, no vaya a ser que me quede bloqueada en el pasado), y repaso qué me ha traído este año que termina. Le doy las gracias por todo lo bueno, pero también por lo malo, que me ayuda a seguir evolucionando y a saber cada vez con más certeza lo que quiero y, sobre todo, lo que no quiero en mi vida.

Con el fin de año mueren esas lágrimas y esas frustraciones, se van esos malos pensamientos y esas falsas creencias, desaparecen las malas energías y se alejan las personas tóxicas. Con el eco de la última campanada todo se vuelve blanco, una hoja de papel en la que comienzas a escribir el relato del resto de tu vida. Solo tú decides qué palabras compondrán ese texto y qué recursos literarios usarás. Sí, claro, puede que a mitad del escrito te quedes sin tinta, o una de las teclas decida que ya no quiere marcar esa letra, o que se haga de noche y no puedas ver lo que estás escribiendo. Es cierto que tendrás que hacer frente a esos pequeños contratiempos que se escapan de tu control. Pero no te equivoques. Puedes seguir escribiendo a mano, puedes buscar sinónimos para evitar el uso de la letra bloqueada o puedes encender una vela. Solo tú tienes el poder de continuar con el escrito, y solo tú decides qué viene después de la última palabra...

Comenzar un año es volver a nacer. Es volver a elegir con quién quieres hacer este viaje. Es volver a diseñar tu vida a tu gusto. Es un momento verdaderamente mágico. ¿Notas ya la energía?, se está acercando... viene el nuevo año haciéndose un hueco con vehemencia y paso firme, luchando por estar el primero en la línea de salida, lleno de emociones, sonrisas, abrazos y sorpresas... ya no quedan más que horas. Aprovecha para repasar el relato que comenzaste hace 12 meses. Y si no te gusta, rómpelo, quémalo. Porque dentro de un rato tendrás ante ti un folio en blanco y un lápiz en la mano, y podrás reescribirlo de nuevo.

Escribe la historia que quieres leer.

Para que dentro de un año no tengas que romper la hoja y volver a empezar, sino que puedas, simplemente, continuar escribiendo la página siguiente de tu apasionante biografía...

Feliz Año Nuevo. Feliz Vida Nueva.


martes, 24 de junio de 2014

De viaje



Pocas cosas me resultan tan satisfactorias como preparar un viaje… La persona que crea que el viaje comienza cuando pasas por la puerta de embarque no podría estar más equivocada. El viaje comienza mucho tiempo antes. Antes incluso de que te sientes delante del ordenador para adquirir el billete de avión. Antes incluso de fijar las fechas de las vacaciones.

Mi viaje comienza cuando, estando aún volviendo del anterior, ya estoy pensando en cuándo y dónde será el próximo. Ese ya casi ritual para mí tiene varios significados. Por un lado, mitigo el duelo producido por la vuelta del viaje. Da igual en qué condiciones lo haya hecho, da igual cómo haya salido todo, si el tiempo ha sido clemente o no, si el transporte público o la carga de la mochila me ha provocado alguna molesta contractura… da igual. Siempre paso un pequeño proceso de duelo. Porque una parte de mí se queda en aquellos caminos y en aquellas gentes, en cada nuevo sabor y en cada amanecer. Y desprenderse de una parte de una misma duele, a veces, un poquito. Y otras veces mucho. Todo depende de la intensidad de la mirada de aquel vendedor de cacahuetes, de la difícilmente olvidable vista desde la cima de aquella montaña. Depende de cuánto se me ha agarrado el país. Algunos países se agarran a todos mis sentidos, a mi olfato, a mi tacto, a mi vista… se agarran tan fuerte que en el difícil intento de desprenderme de ellos para poder emprender el camino de vuelta, se llevan pedazos de mi piel en sus garras. Y algunos se han agarrado tan, tan hondo, que incluso se han quedado con parte de mi corazón. Y así, sangrando y malherida, me encuentro de nuevo en la puerta de embarque…

Por otro lado, estar planeando ya el próximo destino cuando ni siquiera he sacado la tarjeta de fotos de la cámara me permite vivir en la ilusión de caminar mi vida sobre un continuo de viaje… Me gusta pensar que el viaje no ha acabado, que solo estoy haciendo un transbordo. Mientras lavo las cicatrices que las garras del último viaje me han dejado, ya estoy imaginando los paisajes del siguiente. Sí, tengo que ir a trabajar y durante un tiempo me veo atrapada en la rutina, pero yo lo veo más como una pequeña parada de avituallamiento. Necesaria para curar las heridas y coger fuerzas para las que vengan. Mientras, el viaje continúa a través de consultas a blogs y guías de viajes, a través de sistemas de reserva y de páginas de turismo. Ya estoy viajando. Escudriñar por la red información sobre una ruta, buscar imágenes y planos de los lugares a visitar, aprender sobre su historia, su lengua, sus costumbres. Ubicarlo en el mundo. Conocer su clima, su alimentación. Saber cómo debo comportarme en determinadas situaciones y qué se espera de mí y de mi forma de vestir. Y, lo más importante, entender por qué. Mirar a través de sus ojos, imaginar lo que voy a encontrarme, lo que va a hacerme sentir… y descubrir después lo equivocada (o acertada) que estaba…

Todo eso también forma parte de mi viaje. Y lo disfruto con el entusiasmo de una niña pequeña el día de los reyes. Con esa mezcla de nerviosismo y de ilusión, contando los días que faltan para volver a preparar las maletas…  

martes, 11 de marzo de 2014

Herida


Hoy hace diez años que comenzó el día como uno más... para terminar siendo uno que habría preferido no tener que recordar nunca. Porque, lo quiera o no, mi mente mantiene vivo cada uno de los momentos que se sucedieron aquel día, y la piel de gallina, y el bloqueo, y los rostros, y el dolor. Y lo mantiene todo vivo como si fuera hoy.

Acudía a trabajar como cada mañana, el primer trayecto en metro. Cuando bajaba del tren en la estación de Plaza de Castilla, alrededor de las ocho de la mañana, los paneles informaban de la interrupción del servicio en la estación de Atocha Renfe. Nada particular.
  
Pero ya sentí que algo no iba bien cuando, al acceder a la superficie para dirigirme al (antiguo) intercambiador de autobuses, observé un gran número de personas hablando por teléfono. No es corriente, o al menos no lo era hace diez años, estar hablando por teléfono a las ocho de la mañana. Y lo hacía bastante gente, mucha más de lo habitual. Sólo me llegaban retales de las conversaciones, nada inteligible, mientras me acercaba a mi parada. Enseguida salí de dudas. Un miembro del personal de la empresa de transportes, de esos que controlaban los accesos por la puerta de atrás, nos dijo (recuerdo sus palabras textualmente): “daos prisa que ha habido un atentado en el metro y parece que hay muertos… a lo mejor cortan las salidas de Madrid”.
  
No podía creerlo. Automáticamente volvió a mi mente el panel informativo del metro “interrumpido el servicio en Atocha Renfe”. No han podido atreverse, no puede ser verdad… . Las noticias eran muy confusas y la gente hacía preguntas al personal del intercambiador. No existían los smartphones por entonces, ni siquiera tenía teléfono móvil todo el mundo… .
  
Teléfono móvil. Previendo un posible colapso de la red (y no me equivoqué), mandé un mensaje a mi familia con las siguientes palabras: “Ha habido atentado en el metro, estoy bien, ya en el bus.”. Durante el trayecto hacia Alcobendas conseguí hablar con una de mis hermanas, que iba escuchando la radio en el coche. Todo era confuso pero parecía que no había sido en el metro, sino en la estación de tren, en la zona de los hangares. Pensé que las víctimas serían trabajadores de Renfe… no tenía sentido… . Ya se preveía una masacre, pero nada remotamente cerca de las terribles dimensiones que tuvo finalmente.
  
A partir de ese momento las líneas telefónicas se colapsaron y no tuve el teléfono operativo hasta bien entrada la mañana. Tuve al menos media hora de trayecto en autobús en la que pararme a reflexionar y tratar de organizar mis sensaciones; mi cabeza era un torbellino de pensamientos y emociones. Qué difícil resulta saber qué debes pensar y qué debes sentir cuando no sabes lo que ha ocurrido aún; la falta de información es desesperante.

A partir de ahí, el caos. El caos en las carreteras, el caos en los hospitales, el caos en los medios de comunicación. Llegué a la oficina, todo el mundo hablaba de ello… aunque sorprendentemente algunxs trataban de continuar con la jornada laboral con normalidad. Imposible concentrarse.
  
En un momento de la mañana recibí un mensaje de otra de mis hermanas. Había leído el que le había mandado yo a primera hora pero había seguido con su rutina en casa: desayunos, niños al cole, etc. Hoy parece extraño, pero hubo un tiempo en el que despertarse con la noticia de un atentado era relativamente habitual. No es que no afectara, no es que no le dieras importancia -todo lo contrario-, simplemente formaba parte de tu vida cotidiana… cada pocas semanas, cada pocos meses. Así que cuando encontró un rato para poner la televisión y enterarse bien de lo que había sucedido ya habían transcurrido algunas horas, y los medios de comunicación habían llegado ya a los lugares del suceso. Se emitían imágenes sin filtro, en directo. Y lo que vio le dejó en estado de shock: un hospital de campaña lleno de personas ensangrentadas, cuerpos, gente vagando sin rumbo, miradas perdidas, personal sanitario al límite… . La llamé desde la oficina y lloraba sin cesar… “no te puedes imaginar lo que estoy viendo… parece una guerra… esto es horrible…”. Estaba desconsolada.
  
Y comienza el terrible recuento. Me acuerdo bien de los titulares que comenzaban con 7 víctimas mortales… que luego eran 11… y un rato después 15…; en una hora y media llegábamos a las 36, 42… y dejé de consultarlo. Hacía ya rato que se sabía el número de bombas y el lugar exacto de las explosiones. Y hacía ya rato que yo había entrado en un estado de confusión del que me costó mucho tiempo salir.

El resto del día transcurrió entre llamadas, correos, mensajes de personas preguntando si me encontraba bien, si mi familia y mis amigxs estaban bien, imágenes de dolor, sentimientos encontrados, sonidos de ambulancias llevando cuerpos a la improvisada morgue de IFEMA... pero ni una sola lágrima. Me encontraba emocionalmente inerte. Era la primera vez en mi vida que me ocurría algo semejante.

Y entonces me percaté de que no era la única a la que le pasaba. A partir del día siguiente observé algo difícil de explicar pero que aún hoy me pone los pelos de punta sólo de recordarlo: Madrid se había quedado mudo. No se oían conversaciones en el metro, ni risas, ni discusiones. En la calle tampoco. Me pareció incluso como si los coches se hubieran unido al duelo y quisieran hacer menos ruido… . Las personas se miraban a los ojos con tristeza, como intentando encontrar una respuesta en los ojos del otro, supongo que tratando de sentir algo de consuelo. Los movimientos eran lentos, sin prisa, sin ganas de ir a ninguna parte, como con la certeza de que llegar no iba a cambiar nada, o con la sensación de no querer (o no poder) seguir adelante. Era un silencio devastador que me rompía el corazón. Esa ciudad siempre tan viva, esa gente tan dinámica… parecía ahora sumida en un espeso sueño, de esos en los que sientes que tu cuerpo pesa terriblemente y no puedes más que arrastrarlo con dificultad. Juraría que los colores iban desapareciendo y la ciudad se llenaba de las diversas tonalidades de gris, y el cielo plomizo caía aplastándonos. Durante los días siguientes al atentado Madrid murió. Le habían herido de muerte en el alma.

Y así pasaban los días y yo no conseguía derramar ninguna lágrima. Ni siquiera durante la multitudinaria manifestación (la más grande que yo recuerdo sin duda) que recorrió las calles para mostrar su repulsa. La incredulidad y la pena habían hecho costra y no tenía manera de romperla. Estaba bloqueada. Tuvo que pasar una semana completa para que tuviera el valor de acercarme a Atocha, a aquel inmenso altar improvisado que lxs viajerxs habían construido para tratar de mitigar su dolor compartiéndolo con lxs demás. Cogí una vela y fui. Sola. Había visto las imágenes, pero lo que me encontré superaba enormemente mis expectativas. Había infinidad de velas, de notas de despedida y de amor, de mensajes, de fotografías de las personas que ya no estaban… . Se podía respirar el dolor, penetraba hasta lo más profundo de los pulmones y se comía el oxígeno. Ocupaba todo el espacio. Se podía oler la angustia, tenía olor a cera y a flores. Se podía beber la desesperación en las lágrimas derramadas por tantas personas en ese mismo lugar. Se podía palpar la tristeza sin necesidad de tocar a la persona que estaba a tu lado, porque eras capaz de sentir su corazón latiendo lento y costoso.

Y por fin ocurrió… rompí a llorar. Lloré por todos los días anteriores de muerte emocional. Lloré con todxs lxs que lloraban a mi lado. Lloré por los rostros de esas fotos y por las personas que había detrás de cada flor y cada mensaje. Lloré con miedo, con rabia, con desesperación y con calma. Lloré sola y lloré acompañada. Lloré con la esperanza de cerrar mi herida. Lloré y lloré y pensaba que no podría parar jamás.

Y lo cierto es que, aunque las lágrimas dejaron de brotar en algún momento, nunca desde entonces he dejado de llorar… porque mi herida aún no se ha cerrado. Y es que a mí, como a Madrid, me hirieron de muerte en el alma.
  
A la ciudad de Madrid.
  

Valladolid, 11 de marzo de 2014