martes, 11 de marzo de 2014

Herida


Hoy hace diez años que comenzó el día como uno más... para terminar siendo uno que habría preferido no tener que recordar nunca. Porque, lo quiera o no, mi mente mantiene vivo cada uno de los momentos que se sucedieron aquel día, y la piel de gallina, y el bloqueo, y los rostros, y el dolor. Y lo mantiene todo vivo como si fuera hoy.

Acudía a trabajar como cada mañana, el primer trayecto en metro. Cuando bajaba del tren en la estación de Plaza de Castilla, alrededor de las ocho de la mañana, los paneles informaban de la interrupción del servicio en la estación de Atocha Renfe. Nada particular.
  
Pero ya sentí que algo no iba bien cuando, al acceder a la superficie para dirigirme al (antiguo) intercambiador de autobuses, observé un gran número de personas hablando por teléfono. No es corriente, o al menos no lo era hace diez años, estar hablando por teléfono a las ocho de la mañana. Y lo hacía bastante gente, mucha más de lo habitual. Sólo me llegaban retales de las conversaciones, nada inteligible, mientras me acercaba a mi parada. Enseguida salí de dudas. Un miembro del personal de la empresa de transportes, de esos que controlaban los accesos por la puerta de atrás, nos dijo (recuerdo sus palabras textualmente): “daos prisa que ha habido un atentado en el metro y parece que hay muertos… a lo mejor cortan las salidas de Madrid”.
  
No podía creerlo. Automáticamente volvió a mi mente el panel informativo del metro “interrumpido el servicio en Atocha Renfe”. No han podido atreverse, no puede ser verdad… . Las noticias eran muy confusas y la gente hacía preguntas al personal del intercambiador. No existían los smartphones por entonces, ni siquiera tenía teléfono móvil todo el mundo… .
  
Teléfono móvil. Previendo un posible colapso de la red (y no me equivoqué), mandé un mensaje a mi familia con las siguientes palabras: “Ha habido atentado en el metro, estoy bien, ya en el bus.”. Durante el trayecto hacia Alcobendas conseguí hablar con una de mis hermanas, que iba escuchando la radio en el coche. Todo era confuso pero parecía que no había sido en el metro, sino en la estación de tren, en la zona de los hangares. Pensé que las víctimas serían trabajadores de Renfe… no tenía sentido… . Ya se preveía una masacre, pero nada remotamente cerca de las terribles dimensiones que tuvo finalmente.
  
A partir de ese momento las líneas telefónicas se colapsaron y no tuve el teléfono operativo hasta bien entrada la mañana. Tuve al menos media hora de trayecto en autobús en la que pararme a reflexionar y tratar de organizar mis sensaciones; mi cabeza era un torbellino de pensamientos y emociones. Qué difícil resulta saber qué debes pensar y qué debes sentir cuando no sabes lo que ha ocurrido aún; la falta de información es desesperante.

A partir de ahí, el caos. El caos en las carreteras, el caos en los hospitales, el caos en los medios de comunicación. Llegué a la oficina, todo el mundo hablaba de ello… aunque sorprendentemente algunxs trataban de continuar con la jornada laboral con normalidad. Imposible concentrarse.
  
En un momento de la mañana recibí un mensaje de otra de mis hermanas. Había leído el que le había mandado yo a primera hora pero había seguido con su rutina en casa: desayunos, niños al cole, etc. Hoy parece extraño, pero hubo un tiempo en el que despertarse con la noticia de un atentado era relativamente habitual. No es que no afectara, no es que no le dieras importancia -todo lo contrario-, simplemente formaba parte de tu vida cotidiana… cada pocas semanas, cada pocos meses. Así que cuando encontró un rato para poner la televisión y enterarse bien de lo que había sucedido ya habían transcurrido algunas horas, y los medios de comunicación habían llegado ya a los lugares del suceso. Se emitían imágenes sin filtro, en directo. Y lo que vio le dejó en estado de shock: un hospital de campaña lleno de personas ensangrentadas, cuerpos, gente vagando sin rumbo, miradas perdidas, personal sanitario al límite… . La llamé desde la oficina y lloraba sin cesar… “no te puedes imaginar lo que estoy viendo… parece una guerra… esto es horrible…”. Estaba desconsolada.
  
Y comienza el terrible recuento. Me acuerdo bien de los titulares que comenzaban con 7 víctimas mortales… que luego eran 11… y un rato después 15…; en una hora y media llegábamos a las 36, 42… y dejé de consultarlo. Hacía ya rato que se sabía el número de bombas y el lugar exacto de las explosiones. Y hacía ya rato que yo había entrado en un estado de confusión del que me costó mucho tiempo salir.

El resto del día transcurrió entre llamadas, correos, mensajes de personas preguntando si me encontraba bien, si mi familia y mis amigxs estaban bien, imágenes de dolor, sentimientos encontrados, sonidos de ambulancias llevando cuerpos a la improvisada morgue de IFEMA... pero ni una sola lágrima. Me encontraba emocionalmente inerte. Era la primera vez en mi vida que me ocurría algo semejante.

Y entonces me percaté de que no era la única a la que le pasaba. A partir del día siguiente observé algo difícil de explicar pero que aún hoy me pone los pelos de punta sólo de recordarlo: Madrid se había quedado mudo. No se oían conversaciones en el metro, ni risas, ni discusiones. En la calle tampoco. Me pareció incluso como si los coches se hubieran unido al duelo y quisieran hacer menos ruido… . Las personas se miraban a los ojos con tristeza, como intentando encontrar una respuesta en los ojos del otro, supongo que tratando de sentir algo de consuelo. Los movimientos eran lentos, sin prisa, sin ganas de ir a ninguna parte, como con la certeza de que llegar no iba a cambiar nada, o con la sensación de no querer (o no poder) seguir adelante. Era un silencio devastador que me rompía el corazón. Esa ciudad siempre tan viva, esa gente tan dinámica… parecía ahora sumida en un espeso sueño, de esos en los que sientes que tu cuerpo pesa terriblemente y no puedes más que arrastrarlo con dificultad. Juraría que los colores iban desapareciendo y la ciudad se llenaba de las diversas tonalidades de gris, y el cielo plomizo caía aplastándonos. Durante los días siguientes al atentado Madrid murió. Le habían herido de muerte en el alma.

Y así pasaban los días y yo no conseguía derramar ninguna lágrima. Ni siquiera durante la multitudinaria manifestación (la más grande que yo recuerdo sin duda) que recorrió las calles para mostrar su repulsa. La incredulidad y la pena habían hecho costra y no tenía manera de romperla. Estaba bloqueada. Tuvo que pasar una semana completa para que tuviera el valor de acercarme a Atocha, a aquel inmenso altar improvisado que lxs viajerxs habían construido para tratar de mitigar su dolor compartiéndolo con lxs demás. Cogí una vela y fui. Sola. Había visto las imágenes, pero lo que me encontré superaba enormemente mis expectativas. Había infinidad de velas, de notas de despedida y de amor, de mensajes, de fotografías de las personas que ya no estaban… . Se podía respirar el dolor, penetraba hasta lo más profundo de los pulmones y se comía el oxígeno. Ocupaba todo el espacio. Se podía oler la angustia, tenía olor a cera y a flores. Se podía beber la desesperación en las lágrimas derramadas por tantas personas en ese mismo lugar. Se podía palpar la tristeza sin necesidad de tocar a la persona que estaba a tu lado, porque eras capaz de sentir su corazón latiendo lento y costoso.

Y por fin ocurrió… rompí a llorar. Lloré por todos los días anteriores de muerte emocional. Lloré con todxs lxs que lloraban a mi lado. Lloré por los rostros de esas fotos y por las personas que había detrás de cada flor y cada mensaje. Lloré con miedo, con rabia, con desesperación y con calma. Lloré sola y lloré acompañada. Lloré con la esperanza de cerrar mi herida. Lloré y lloré y pensaba que no podría parar jamás.

Y lo cierto es que, aunque las lágrimas dejaron de brotar en algún momento, nunca desde entonces he dejado de llorar… porque mi herida aún no se ha cerrado. Y es que a mí, como a Madrid, me hirieron de muerte en el alma.
  
A la ciudad de Madrid.
  

Valladolid, 11 de marzo de 2014

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