La primera mañana
que me despertó el imán con su canto me pareció por un instante tenerte a mi
lado… juraría que podía percibir el olor del çai del desayuno… e incluso
escuchar tus susurros en mi oído…
Pero no estaba en Estambul. Estaba en
Marrakesh… sin ti… o quizá contigo...
Marrakesh me
huele a especias y a humo... y a polvo. El color ocre/rojizo de sus casas
refleja un atardecer eterno… desde que amanece hasta que se esconde el sol. Es
intensa y ruidosa, pero por las noches se repliega en sí misma…, se apaga… yo
diría que hasta desaparece, ¿no crees?. Me gustaba pensar que era una ciudad de
"quita-y-pon", como la de un cuento. El imán tiene en su canto la
llave que abre la ciudad todas las mañanas... y que la cierra al final del día.
Después de plegarla la guarda celosamente en una caja de especias, entre la
canela y el comino. Y así, a su recaudo, se asegura de que el tiempo se detiene
para Marrakesh que, ignorante de esa parálisis temporal, continúa con su vida
en el punto exacto donde la dejó la noche anterior...

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