El sol me abrasa la
piel, pero yo me dejo querer. Porque quizá sea el único que me toque hoy. Y
porque no le temo a las quemaduras, tengo la piel curtida. 
Sus rayos juegan a
hacerme cosquillas, como unos dedos nerviosos que se quieren colar por debajo
de la ropa. A veces se vuelven un poco insistentes y se empeñan en encontrar
los rincones más inaccesibles, elevan la intensidad y se enfadan. Me hacen
daño. Yo me revuelvo y les cierro el camino. Como castigo apuntan a mis ojos y
me ciegan. Tengo que cerrarlos y noto el calor atravesando los párpados. Se
ríen por su victoria. Pero lo cierto es que yo lo encuentro agradable y me
quedo un rato quieta. Disfrutando. 
Pero ellos son unos
cachorrillos y se cansan pronto. Quieren seguir jugando, así que se escabullen
rápido y empiezan a recorrerme el cuerpo con un poco de rabia. Allí donde la
piel es algo más fina se sienten como un pellizco, un pequeño calambre. Me
ponen la piel de gallina. Han conseguido atravesar la ropa, son obstinados y
sus esfuerzos acaban dando resultado. 
La temperatura se eleva,
ellos no cesan en su empeño, empiezo a ahogarme un poco. Qué calor. Quiero que
paren ya pero no se rinden fácilmente y continúan su recorrido, pellizcando,
quemando, acariciando mis brazos, mi cuello, sin descanso. Suben la intensidad.
Me sobra la ropa y el aire se hace irrespirable... 
Así que decido que ya he
tenido suficiente por hoy, no quiero jugar más. 
Cierro la persiana y se
hace la oscuridad. Gané. 
... 
... 
Ahora hace frío y no veo
los colores del cielo. 
Me temo que han ganado
ellos. 
Maldita sea. 
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